Son días extraños, nos levantamos cada mañana como si nos estuviésemos despertando tras un mal sueño. El sol sigue luciendo, el cielo hace días que parece más azul que nunca. Tranquiliza en cierto modo que la naturaleza no se detenga, que siga asomando la luna por los tejados, que estos días oigamos, si cabe, con más fuerza el canto de los pájaros.
También escuchamos ahora más que nunca el eco de la vida que, de momento, hemos dejado atrás. Porque sentimos muchos de nosotros que esta es nueva, llena de contrariedades, donde cada jornada es un aprendizaje. Estamos aprendiendo a no correr, algo que llevamos desde siempre haciendo. A mirar dentro de nosotros, a convivir con el silencio, a ver como las agujas del reloj giran despacio.
El tiempo, en nuestro trajín diario y loco, parecía fluir a toda velocidad y, sin embargo, no era cierto. Los minutos discurren despacio, como siempre, pero no éramos capaces de percibir su belleza. Empeñados en mirar el reloj para no llegar tarde, para llegar a tiempo, ahora es de lo poco que nos conecta con la realidad. Con que el tiempo sigue transcurriendo, aunque a veces parezca que no. En este interin, entre nuestra vida y la que pensamos que hemos momentáneamente perdido, hemos cambiado de estación, diciendo adiós al invierno y viendo desde nuestra ventana cómo florece la primavera.
Esta madrugada adelantaremos la hora, restaremos una a lo que nos quede aquí. En este instante global y extraño que nos ha afectado a todos por igual, aunque por desgracia no lo suframos en igualdad de condiciones. Como siempre, el más débil siempre termina perdiendo. Mientras soñamos cada noche con que nos despertaremos tras aquel momento en el que todo cambió, me pregunto muchos días: ¿Cómo era antes? La vida anterior se desdibuja y da paso a otra que, cuando todo esto pase (¿cuántas veces hemos dicho ya esta frase?) será diferente, igual que nosotros. Nadie traspasa un huracán y sale igual y menos aún indemme.